Qué espectáculo en La Toussuire
Ya sé que a este Tour hay que ponerle un asterisco, que faltan los cinco primeros clasificados del año pasado, que Valverde, el mejor, está en su casa recuperándose de una rotura de clavícula, que la gloria de Pereiro será tan efímera como la de Walkowiak (que en los años 50 ganó un Tour gracias también a una escapada bidón). Ya sé que todo es mentira, que los corredores deberían recoger los trofeos junto a sus médicos. Pero ayer, después de mucho tiempo, el ciclismo, como en aquella etapa de 1996 en la que Induráin se hundió en Les Arcs y nos despertó del sueño de su sexto Tour, me volvió a impactar. La increíble pájara de Landis, el líder, la impotencia de Menchov, el gran favorito, el ataque de Sastre, la sabiduría de Pereiro... Nos hemos reencontrado con la magia del viejo ciclismo.
Pereiro, ciclista agitador e irregular que en agosto cumplirá 29 años, que estuvo a punto de no ir al Tour porque sus directores lo querían reservar para la Vuelta, que se presentó con el papel de gregario de Valverde, que sólo había acreditado en su palmarés, como logros más significativos, dos décimos puestos y una etapa en la ronda gala, se convirtió en La Toussuire en el Induráin de La Plagne, en el Riijs de Hautacam, en el Ullrich de Arcalís, en el Pantani del Galibier, en el Armstrong de Luz Ardiden... y demostró que nada es imposible, que a pesar de perder veinte minutos en los Pirineos, de ser un cualquiera, se puede ganar un Tour de Francia.
Su ascensión a La Toussuire (y si salva hoy el terrible Joux Plane, donde Armstrong sufrió su único desfallecimiento en siete años) vale por un amarillo en París. Casi nada.
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