25 diciembre 2007

Felices Pascuas

Los cristianos celebramos en Navidad el nacimiento de un judío en Belén hace más de dos mil años, Jesús de Nazaret. Un Jesús cuya existencia histórica, a tenor de numerosas fuentes, es indudable. Un Jesús consciente de su mesianismo, que se atribuía títulos como el Hijo de Dios o el Siervo sufriente del que habló el profeta Isaías.

Jesús no era un líder político, ni un pacifista, ni un revolucionario, ni el primero de los comunistas, ni un seguidor de una religión oriental. Jesús fue enviado al mundo por el Padre para anunciar la Buena Noticia, el Evangelio. Jesús es el camino, la verdad y la vida, quien cree en él no morirá para siempre.

Jesús llamaba, tanto a judíos como a gentiles, al arrepentimiento o conversión y a la aceptación del Reino de Dios. Dios se hacía hombre en Jesús para buscar a los perdidos, y Jesús daba su vida como rescate por ellos. Jesús sabía que su misión era cumplir las escrituras. En todo momento asumió que debía morir violentamente. Con su muerte en la cruz, que tenía un valor sacrificial y expiatorio, los pecados de los hombres eran perdonados.

Pero su muerte no era el final sino el principio. Jesús resucitó de entre los muertos y se apareció a discípulos, a gente que no creía en él y otros que incluso le odiaban.

La llegada de Jesús abrió en la Historia de la humanidad un periodo, de duración indeterminada, en el que la gente es invitada a aceptar el Reino de Dios.

Esa Historia, que es lineal, no cíclica, concluirá con la Parusía o segunda venida del Mesías y con el consiguiente Juicio Final. La suerte que les espera a los que rechazan la fe en Jesús, a los que no aceptan el Reino de Dios, es la condena eterna, las tinieblas externas, el llanto y crujir de dientes.

El destino de de los seres humano, nuestro destino, exige una respuesta clara y radical: con Jesús, el Hijo de Dios, o contra Jesús.

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