Waterloo en el Camp Nou

Corría el mes de enero de 2004 cuando un entrenador holandés llamado Frank Rijkaard dio a la tecla adecuada y comenzó a fraguar un equipo llamado a hacer historia. La propuesta, que entroncaba con la tradición y el estilo azulgrana, consistía en adueñarse del balón, no para manosearlo banalmente sino para moverlo con rapidez, en abrir el campo con dos extremos pegados a la cal, en presionar al rival muy arriba y en asumir el riego de colocar la defensa casi en el medio campo para tener todas las líneas muy juntas.

A esa propuesta inicial, que abanderaban Ronaldinho, Xavi, Puyol y Márquez, se fueron incorporando poco a poco los mejores jugadores del mundo: Eto'o, Deco, Iniesta, Messi...

El Barcelona podía ganar o perder, pero siempre dejaba su impronta de grandeza. En la victoria y en la derrota el equipo era reconocible.

Y así hasta ayer. Es cierto que durante esta temporada se habían encendido demasiadas veces las alarmas, por juego y resultados, pero en ningún momento se podía prever la hecatombe. El Liverpool de Benítez, un conjunto plagado de jugadores de medio pelo (Finnan, Sissoko, Riise, Bellamy, Kuyt...) vulgarizó al Barcelona como pocas veces se ha visto en el Camp Nou.

El Barcelona, carente de personalidad, ni supo ni pudo plasmar ninguna de las cualidades que le distinguen. Y ante un rival que sólo cuenta con dos hombres con fútbol, Xabi Alonso y Gerrard. Benítez ahogó a Xavi, Ronaldinho se ahogó solo, Messi todavía no está, Saviola es Saviola y Rijkaard se volvió loco y demostró una vez más sus limitaciones a la hora de variar el rumbo adverso de un partido...

No hubo discusión. Una sola persona, Rafa Benítez, maestro de la táctica y del aprovechamiento de recursos limitados, despertó al Barcelona de un sueño de más de tres años.