16 febrero 2009

Los que le llamábamos Opo

El sábado, a primera hora de la mañana, se murió Opo, el coronel Adolfo Domínguez Sancho, mi querido abuelo. Una insuficiencia renal le había ido consumiendo poco. Tenía 89 años.

En alguna ocasión me he referido a mi abuelo en estas líneas. Su fallecimiento, no por esperado menos doloroso, es el punto final de una trayectoria ejemplar de cabo a rabo, desde el primer día de su vida hasta el último. De los muertos siempre se habla bien, pues se tiende a exagerar lo positivo y a marginar lo negativo. Pero en el caso de Opo eso no es un acto más de rutina, sino de justicia. Resulta imposible encontrar a una persona que no se refiriera a mi abuelo con cariño, admiración o devoción.

Su vida estuvo marcada por su incorporación voluntaria al Alzamiento del 18 de julio de 1936. Con 17 años, después de ver como a su madre le tiraron piedras por ir a misa, decidió jugarse la vida en el frente de batalla en defensa de unos valores, que se resumen en lo que había estipulado para su ataúd: a la derecha del crucifijo, el brazalete con la bandera nacional de ex-combatientes; a la izquierda, la estrella de Alférez Provisional; abajo, la medalla de la Virgen del Pilar.

Pero más allá de ese acontecimiento, lo que convierte en ejemplar su vida, fue la manera en que se comportó con las personas que a lo largo de tanto tiempo le rodearon. Como marido, padre y abuelo, es difícil imaginar a alguien más paciente, recto, honrado y bondadoso. No se puede explicar con palabras el amor que profesaba a mi abuela Pili, su permanente fuente de inspiración, como dejó escrito. Por sus hijos se sacrificó hasta el extremo. Y a los nietos, aunque no aprendimos gran cosa, nos lo enseñó todo.

Ya estás en el cielo. Misión cumplida. Nunca te olvidaré, nunca te olvidaremos. Descansa en paz.

Locations of visitors to this page