A propósito de Guardiola
Desde no pocos foros capitalinos se está cuestionando con bastante virulencia la figura de Pep Guardiola. Las críticas no son futbolísticas, faltaría más, sino personales. Se acusa a Guardiola de haber creado un personaje superferolítico, que orina colonia y depone amapolas. Un pretencioso sin clase, un arribista venido a más que no ha sabido asimilar el éxito. Un impostor, dicen, que a nada que se le han torcido las cosas ha dejado a la vista sus costuras y se ha revelado como un tipo disimulado, soberbio, displicente, polémico y malintencionado.
Pero quien así opina desconoce profundamente quién es Pep Guardiola. El inquilino del banquillo del Camp Nou no es una caricutura de sí mismo. Él es así. Y si se le acusa de haber sacado los pies del tiesto últimamente no es porque haya dicho o hecho nada escandaloso, sino porque lo que en otros es costumbre, en Guardiola hasta la más minúscula salida de tono rechina, dada su, hasta el momento, modélica trayectoria, difícilmente comparable en educación y respeto.
En un mundo como el del fútbol en el que toda caspa tiene su asiento, la figura de Guardiola se eleva ante la pequeñez que le rodea. Cualquiera que se asome al muy bochornoso pero a la vez influyente periodismo deportivo, desde la prensa a las tertulias televisivas o radiofónicas, comprobará de qué manera la profesión, salvo contadísimas excepciones, está asolada por la estulticia, la banalidad, los topicazos, la grosería y la falta de rigor y análisis. Guardiola es la antítesis de toda esa basura.
Su discurso es complejo, mueve a la reflexión. En una España en la que todo vale, en la que que el triunfo es el principal argumento de unos y otros, en la que lo fundamental es la victoria a cualquier precio, Guardiola defiende principios, cree en algo y lleva hasta el infinito sus ideas. Es un radical. Para él, el medio debe prevalecer sobre el fin, la forma sobre el resultado. Considera que se puede ganar o perder, pero nunca se perdonaría traicionarse a sí mismo. Y además gana siempre, lo gana todo, con una propuesta única, a contracorriente respecto a lo establecido.
Pero la relevancia de Guardiola va más allá. Porque siendo destacable que abandere algo distinto a lo demás y a la vez exitoso, no menos crucial es que los logros sean consecuencia de anteponer el interés de su club al suyo propio; de conseguir que prevalezca el trabajo en equipo y la cooperación de todos los miembros del colectivo sobre los egos de quienes son incapaces de entender dónde están. Suele insistir Guardiola en que ni él ni sus subordinados hacen grande a la institución para la que trabajan; es la institución la que les hace grandes a ellos.
Pues bien, la respuesta que se ofrece al noi de Sampedor desde Madrid (esa parte de España tan heroica en lo político, hasta el punto de que probablemente sea lo único rescatable de una nación en la que en el resto de las regiones en que se divide sólo encontramos nacionalismo obligatorio o aldeanismo deprimente) es de menosprecio cuando no de inquina. En lugar de reconocer los méritos del oponente, de reivindicar e integrar con normalidad a un catalán que no deja de ser un español más, la actitud no puede ser más lamentable: cínica, envidiosa y mezquina. Pocas veces se ha tenido desde Madrid una vista tan baja y una mirada tan cortoplacista ante una figura tan mayúscula.
Lo peor que se puede decir de los periodistas deportivos de la capital es que cada vez se parecen más a sus homólogos barceloneses.